Tener referencias, hitos, mojones nos sirve a los hombres para tener memoria de momentos pasados, recuerdos (buenos o malos) de los años vividos. Nos sirven también para señalar un punto de partida, aunque también un final y un después.
El 24 de marzo de 1976 es para los argentinos un poco de todo eso. Nosotros los de entonces, ya no somos los mismos. Ya no tenemos los sueños jóvenes y la esperanza virgen. En cambio tenemos algunas pocas certezas y muchas dudas. Pero quienes abrazamos la militancia política, a pesar de todo lo vivido y con la fuerza y el ánimo de cambiar para bien el pequeño espacio que habitamos en este mundo, tenemos al menos la seguridad de haber actuado tratando siempre de construir con el de al lado, de compartir los sueños para intentar hacer posible los sueños de todos.
Es por eso que, a cuarenta años del comienzo del horror, no me importa tanto hablar de la memoria que siempre está y estará. En cambio, siento la necesidad de observar, cuánto nos ha servido a los argentinos aquella dura lección, cuánto nos ha enseñado, cuánto hemos aprendido. Desde aquella primavera del 83 cuando cantábamos “somos la vida, somos la paz”, cuando estrenábamos sueños nuevos con la certeza de que era posible un país mejor, que podíamos construirlo entre todos, los parecidos y los diferentes; si éramos capaces de encontrarnos en las coincidencias relegando las confrontaciones.
A cuarenta años del golpe, veo una argentina dividida un país en el que durante años se construyó un relato en donde había unos y otros. Donde los unos eran los buenos y los otros los malos. Se pretendió borrar parte de la historia del país y reescribirla conforme a sus conveniencias. Un relato en donde los derechos humanos de los setenta sirvieron para tapar las violaciones de los derechos humanos del presente.
Pero tenemos responsabilidades que asumir que no pueden verse obstaculizadas tampoco por aquellas distancias ideológicas que no conducen a nada positivo. Hoy tenemos hijos, algunos nietos, que merecen vivir en un país distinto, en donde, como decía Gabriel García Márquez, “tengamos el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.